miércoles, 26 de septiembre de 2007

Una vez...

Una vez, nos perdimos en un bosque y como fotogramas de una película pude vernos asentándonos allí. Un refugio cercano a un arrollo de agua cristalina, que hacia las veces de lavabo y alimento. Unas parras de moras nos daban sombra y frutos que recogías por las tardes, mientras yo buscaba algo para la cena.
Fuera de que no nos faltara nada físicamente esencial, nos mantenía vivos el amor.
Pasaban los días y aprendíamos más, y más, de nuestra mentora e institutriz, la madre naturaleza, ideamos en silencio miles de formas de volver a la ciudad, todas válidas y funcionales, pero… ¿para que? vivíamos en perfecta paz y armonía, y nada más importaba.

Fue cuando me vestí, lleno de valentía, y sin haber fumado, ni tomado nada, fui a tu casa, a decirte lo que siento. El fervor hizo que durante el viaje te lo diga de mil maneras distintas en mi mente, sin encontrar la forma correcta de expresarlo.
Conforme me acercaba, las dudas y los miedos invadían mi cabeza, y al llegar a la puerta de tu casa, sabiendo que estabas tras esos muros, me auto convencí de que era una mala idea, que eras demasiado para mi. Marche hacia la esquina y mirando en todas direcciones desee un encuentro inocente y casual, que no sucedió.

Y tirado en mi cama, toque temas depresivos en mi guitarra, la que callo de mis manos, cuando buceé entre almohadas y maldiciendo al destino por no haberte visto en esa esquina, cerré los ojos con fuerza e intente volver al bosque, donde todo era perfecto. Pero no funcionó, todo estaba oscuro…

Mire la mesa de luz, y ahí estaba, siempre fiel, mi final de sueño envuelto. Y si bien no volví al bosque, si volví a ser un espectador de mi vida, mirando, observando y hasta opinando, pero sin actuar, encerrando cada sentimiento que aporreaba mi cráneo en un cuaderno que nunca nadie leería.

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